Pablo Milanés ha dicho tres cosas muy importantes en una excelente entrevista que le hizo Gloria Ordaz para Univisión. Dijo que ya no deseaba cantarle a Fidel Castro, que no tiene inconveniente en dedicarles una canción a las Damas de Blanco, y que es un revolucionario crítico comprometido con el sistema socialista.
Bravo. Eso quiere decir, primero, que el famoso cantautor rompió realmente con esa penosa subordinación moral e intelectual hacia el caudillo que caracteriza a las irracionales dictaduras personalistas; segundo, que acepta la pluralidad y las diferencias dentro de una sociedad en la que muchas personas honorables tienen posiciones distintas, sin que ello las convierta en enemigos execrables o en agentes de la CIA; y, tercero, que no ha dejado de ser comunista, pero no está dispuesto a callar ante los errores y los atropellos de su gobierno. La militancia no exige ser ciego y mudo ante lo que está mal. Lo revolucionario es la rebeldía, no la aquiescente sumisión.
Mi impresión es que por la boca de Pablo están hablando cientos de miles de comunistas cubanos que se consideran verdaderos reformistas. Para ellos, no bastan los cuatro parches que Raúl le quiere poner al sistema productivo para continuar manteniendo su dictadura de partido único manejada por un grupúsculo elegido a dedo por el general entre el círculo íntimo de sus incondicionales. Ése, según se deduce de las palabras de Pablo, no es un gobierno moderno y legítimo, sino una banda al servicio de un jefe todopoderoso que ignora hasta los principios del “centralismo democrático” que supuestamente deben normar las relaciones entre los camaradas. Por eso Pablo quiere cambios reales.
Los demócratas de la oposición deberían hacer un esfuerzo por entender el fenómeno. Pablo Milanés, y con él seguramente cientos de miles de personas que se consideran “revolucionarias”, no son enemigas. Son adversarios políticos dotados de ciertas ideas, a mi juicio disparatadas, pero con los que se puede y se debe convivir en una Cuba liberada del dogmatismo estalinista de los Castro. Al fin y al cabo, en las treinta democracias desarrolladas, prósperas y felices del planeta, las familias ideológicamente diferentes conviven en los parlamentos y son capaces de encontrar zonas de colaboración.
Tal vez los cubanos jóvenes no lo sepan, pero entre los años de 1940 y 1944, en un periodo democrático, el general Fulgencio Batista, acompañado y apoyado por los comunistas, fue libremente electo a la presidencia de la república por la mayoría de los cubanos. En esa época, de impetuoso crecimiento, por cierto, los comunistas-batistianos defendían la pluralidad y así llegaron al gabinete de gobierno dos ministros de esa cuerda política. Cuando Batista dejó la presidencia y viajó a Chile, el camarada Pablo Neruda lo saludó con un texto absolutamente obsequioso lleno de adjetivos entusiastas.
Tras más de medio siglo de descalabros, fusilamientos, exilios masivos, empobrecimiento progresivo, aventuras militares, violaciones de los derechos humanos y ejercicio arbitrario del poder por un caudillo iluminado empeñado en reinventar todo lo que existe, desde los seres humanos a las vacas, pasando por el café o la avicultura, ha llegado la hora de que la sociedad, toda la sociedad, asuma la dirección de su destino de forma pacífica, racional, plural y colegiada. Ese proceso comienza por un sobrio apretón de manos entre los comunistas reformistas y los demócratas de la oposición. Son, o deben ser, adversarios respetuosos, no enemigos. Bienvenido, Pablo Milanés.
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