lunes, 30 de enero de 2012

El gran enterrador

Carlos Alberto Montaner

Otra reunión de la cúpula del Partido Comunista Cubano. ¿Qué hace Raúl Castro a más de seis años de ocupar el poder? Digamos que el general es una especie de Gorbachov tropical cruzado con Stalin. Cambios sí, pero económicos, menores, a culatazos, y sin vestigios de libertades políticas.

Raúl, cautelosamente, trata de reformar el sistema. La sociedad produce muy poco y muy mal. La revolución lleva más de medio siglo racionando los alimentos en cantidades decrecientes y el salario promedio de los trabajadores es de unos doce dólares mensuales. La mitad de las edificaciones está a punto del colapso. Faltan un millón y medio de viviendas para una población de apenas once millones de habitantes. La corrupción es enorme y el deseo de los jóvenes no es crear una microempresa, sino largarse de un país en el que el transporte es una pesadilla, las oportunidades laborales un chiste e internet una quimera.

No todos, claro. Dentro de esa miseria, acaso un 1 por ciento –algo más de cien mil personas—vive relativamente bien. Son los «nomenklaturosos». Comen y se visten sin dificultades, viajan al extranjero, disponen de autos con gasolina abundante, se curan en unos pocos hospitales razonablemente dotados, compran en tiendas dolarizadas y forman parte de lo que allá llaman la «nomenklatura». Suelen estar vinculados a la policía política, al ejército, a los altos cargos administrativos y a las empresas extranjeras.

El pueblo de a pie los odia y envidia. Es lo que suele suceder cuando se vive en sociedades sin esperanzas de mejorar la calidad de vida. No importa lo que la persona estudie, valga o se esfuerce. No hay ladera que escalar ni incentivos por hacer bien las cosas. Un buen cirujano o un ingeniero notable y laborioso saben que nunca podrán tener una casa con piscina, yate y gimnasio, como la del general Ramiro Valdés en la Playa de Santa Fe en las afueras de La Habana.

Tres generaciones consecutivas de cubanos han aprendido esa terrible lección: la única manera de tener una existencia materialmente agradable es pertenecer al cogollo de los que mandan y disfrutan, pero ese espacio es muy pequeño y generalmente inaccesible. No hay competencia ni existe meritocracia para alcanzar la cima. Lo que se premia es la lealtad política al jefe. Las únicas recompensas importantes se obtienen cantando en el coro de los aduladores.

¿En qué consisten las cacareadas reformas? El objetivo es revertir medio siglo de galopante improductividad provocada por el colectivismo y por las locuras del Comandante. ¿Cómo? Descentralizando los mecanismos de toma de decisiones y creando un tejido microempresarial privado que absorba la cuantiosa mano de obra excedente de la que Raúl Castro quiere liberar al Estado: más o menos el 25 por ciento de las personas en edad de trabajar.

Y aquí vienen las contradicciones: todo esto, naturalmente, sin renunciar al partido único, a la planificación centralizada y al control de precios, porque la existencia de propiedad privada no se percibe como un derecho moralmente justificable que forma parte de un modo más racional y eficiente de organizar a la sociedad, sino como un mal necesario para salvar al sistema de los males que él mismo genera.

Para colmo de males, Raúl no tiene demasiada suerte. Heredó la presidencia de un régimen decrépito cuya consigna era «socialismo o muerte», y su primera medida fue matar al socialismo que sustentaba ideológicamente a la dictadura. Acabó con la cháchara marxista-leninista y se acogió a la jerigonza del pragmatismo autoritario de los palos y las zanahorias. Lo único importante es el poder y la supervivencia de la clase dominante.

Mientras tanto, Fidel agoniza lentamente, fuera de combate, a la espera de que lo sepulten. Por ahora, es un zombi que da tumbos frente a los visitantes que acuden, maravillados, a ver el último acto de la vieja atracción caribeña. Pero, de todas esas muertes, ninguna será más devastadora que la de Hugo Chávez, el loquito de los petrodólares. Cuando se muera —pronto, según ABC— se secará la interesada compasión venezolana y en Cuba, súbitamente, se reducirá el consumo un 50 por ciento, como cuando desaparecieron la URSS y sus subsidios. Será la de Dios es Cristo. Raúl lo sabe y lo teme.

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